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Como homenaje al desaparecido Wang Peisheng, una de las últimas grandes figuras de la edad de oro de las artes internas chinas, publicamos en estas páginas una entrevista realizada en los últimos años de su vida en la que, en tono llano y jovial, narra sus primeros pasos en el aprendizaje y la enseñanza de las artes marciales.
Wang Peisheng es una de las figuras del Taijiquan más respetadas en la actualidad y uno de los grandes exponentes del estilo Wu, discípulo de Yang Yuting y del maestro de este, Wang Maozhai. Pero como otros de su generación, Wang aprendió diferentes artes de algunos de los grandes maestros de aquellos años, convirtiéndose en una enciclopedia viviente de conocimientos marciales.
En esta ocasión yo esperaba que me hablara de su infancia y comprender cómo ha llegado a alcanzar un nivel tan elevado en las artes que domina. Tras su imagen amable aunque reservada, Wang Peisheng es un hombre abierto y animado que cuenta historias no sólo con palabras, sino también con el cuerpo y el espíritu, y que tan pronto se acomoda en su sillón como se levanta de un salto para escenificar una anécdota. Como no era la primera vez que nos encontrábamos y me acompañaba uno de sus alumnos, Zhu Xilin, Wang prescindió del té y las formalidades que se suele dispensar a un entrevistador y compartió con nosotros historias, carcajadas y recuerdos de su infancia.
Nací en el condado de Wuqing, Hebei, en 1918. En el decimocuarto año de la República de China, en 1925, los generales lanzaban a sus ejércitos unos contra otros, y mi familia tuvo que emigrar a Pekín. Fue un cambio que nos trajo una vida mejor y buena suerte.
Al llegar a Pekín, nos instalamos cerca del callejón Yan Yue. En aquellos tiempos el Taijiquan y el Bagua eran las artes marciales más populares en la parte este de la ciudad. Entonces yo tenía ocho o nueve años. No muy lejos había un templo en ruinas donde vivía un niño monje de mi misma edad. Toda su familia eran acróbatas de una famosa compañía. Siempre estábamos jugando juntos, y sus hermanos mayores nos enseñaban a dar volteretas y saltos de campana. Uno de ellos era capaz de correr hacia una casa, dar un salto lanzando las piernas por detrás y por encima de su cabeza y aterrizar de pie en el tejado. Claro, entonces casi todas las casas eran plantas bajas, ya que ninguna podía ser más alta que los edificios de la Ciudad Prohibida, el palacio del emperador.
Aquel chico nos enseñó a dar volteretas, hacer ruedas y saltos de campana. Yo llegué a ser capaz de dar treinta volteretas seguidas en el aire sobre una mesa. En aquella época mi cuerpo se volvió muy ágil y flexible. Después, cuando empecé a hacer empuje de manos, a la gente le costaba mucho desenraizarme, ya que me hacía uno con la tierra y era capaz de retorcerme y bajar las posiciones mucho más que otros.
Tiempo después nos mudamos a otro callejón, lejos del niño monje y de su familia. A mí me atraían mucho el ejercicio físico y las artes marciales, y un día encontré un palo largo de melocotonero, teñí de rojo un trozo de cuerda y se lo até en la punta, como si fuera una lanza. Tradicionalmente la lanza tiene la punta de hierro y lleva un pañuelo rojo atado a la base. Yo no tenía dinero para comprar un trapo rojo, y mucho menos una punta de lanza, pero todos los días pasaba horas practicando con mi lanza.
Nuestro patio era muy pequeño, de modo que yo me ponía con la espalda contra la pared de la casa y daba lanzadas hacia la puerta de la calle. Cada día tenía que dar mil lanzazos, y los iba contando, “uno, dos, tres…” Cuando se hace esto, uno debe mirar hacia dónde tira las lanzadas, pero yo me ponía a mirarme los pies. Estaba demasiado ocupado tirando lanzazos y contando como para prestar atención a lo que pasaba fuera del patio.
Un día estaba practicando cuando llegó a nuestra casa Ma Gui, un famoso maestro de Bagua. Ya era anciano, y caminaba con un bastón. Era un hombre pequeño, más o menos de la misma altura que tenía yo entonces, así que yo estaba dirigiendo mi lanza a la altura de su pecho y su garganta.
Y allí estaba yo, tirando lanzadas, contando y mirándome los pies, cuando apareció Ma Gui con su bastón en el umbral para entrar en el patio. Mientras mi lanza se dirigía hacia él, giró rápidamente evitándola, la agarró, me la arrancó de las manos y con un solo movimiento la tiró a un lado, clavándola profundamente en la pared del vecino, como si fuera un palo para tender la ropa. Y no era más que una vara con un trozo de cuerda roja, ni siquiera tenía una punta de lanza. Pero la dejó clavada en la pared de enfrente. Piense en la clase de fuerza que hay que tener para hacer algo así.
Allí estábamos, yo boquiabierto mirando mi lanza clavada en la pared del vecino, todavía vibrando por la fuerza del golpe, y Ma Gui enfadado de verdad. En aquel momento le habría matado si hubiera podido recuperar mi lanza. Entonces yo no sabía que Ma Gui era pariente de un familiar nuestro que vivía en el mismo patio, y que venía todos los días a desayunar con él antes de irse a enseñar artes marciales en Hade Men, que ahora se llama Chongwen Men.
Él empezó a gritarme, mi madre salió para intentar apaciguarle, los vecinos empezaron a salir y aquello se convirtió en un espectáculo. Mi madre intentaba disculparme, pero Ma Gui estaba furioso, y los vecinos también ponían su grano de arena. Entonces llegó mi padre, y al saber lo que estaba pasando le explicó que me encantaban las artes marciales, pero que era muy joven y que no sabía lo que hacía. Entonces aquel pariente que teníamos en común dijo: “¿Por qué no lo toma como discípulo?” Y allí mismo, en medio del alboroto, sacaron incienso, hice koutou, es decir, me arrodillé y toqué el suelo con la frente ante él, y me aceptó formalmente como discípulo. Así fue como conocí a Ma Gui y empecé a aprender Bagua. Entonces tenía doce años.
Desde aquel día empezó a venir todas las mañanas a desayunar a nuestra casa antes de ir a enseñar a Hade Men. Ya era muy anciano, y yo le acompañaba. Ma Gui practicaba Bagua estilo Yin, y me enseñó las 64 palmas y su forma de sable. Tradicionalmente, en el estilo Yin primero se practicaba el método budista de “camisa de hierro” y después se empezaba el entrenamiento de Bagua. Ma Gui murió en 1940.
También aprendí Tan Tui, y después Taijiquan con Yang Yuting y su maestro, Wang Maozhai. Wang Maozhai era mi “abuelo” de escuela, ya que estaba dos generaciones por encima de mí. Yo tenía catorce años cuando empecé a aprender de Yang. Él fue quien me llevó a Tai Miao, donde estaba la Asociación de Taijiquan de Pekín, que entonces se llamaba Beijing. La forma en que empecé a aprender Taijiquan es una historia interesante.
En aquella época yo también estaba estudiando los cuatro clásicos de Confucio. Mi profesor era un hombre llamado Ma Zhiqian, un doctor de medicina china que trataba a la gente con acupuntura. Siempre llevaba su caja de agujas debajo del brazo. Nos enseñaba dos líneas de los clásicos, nos decía que las aprendiéramos de memoria y se iba a tratar a sus pacientes. Nosotros recitábamos aquellas líneas hasta memorizarlas, y al rato empezábamos a preguntarnos dónde se habría metido el profesor. Cuando regresaba dejaba su caja y nos hacía recitar las líneas. Recitar ante el profesor nos atemorizaba bastante. Tenías que dejar el libro, volverte dándole la espalda, ponerte firme y recitar las líneas. Muchas veces, aunque las sabíamos de memoria nos poníamos nerviosos y se nos quedaba la mente en blanco. Entonces Ma nos gritaba: “¡Fuera de aquí! ¡Y apréndete esas frases!” De camino hacia sus clases pasaba por un centro de artes marciales donde Yang Yuting y sus alumnos practicaban Taijiquan. A mí me entusiasmaban las artes marciales y además era muy curioso, y cuando vi a aquella gente moviéndose lenta y suavemente, pero con un poder enorme, también empecé a aprender con ellos. La curiosidad me impulsó a conocer a muchos artistas marciales y a aprender de ellos. Aprendí Tan Tui, Ru Yi Tongbei, Shuaijiao… Entonces había muchos profesores muy buenos, y no solían vivir lejos unos de otros.
Wang Maozhai enseñaba en Tai Miao los lunes, miércoles y viernes, y Yang empezó a llevarme con él. Allí había más de trescientas personas aprendiendo y enseñando todo tipo de artes marciales. Y había gente muy diferente, de todas las clases sociales. Cuando Yang empezó a enseñarme me preguntó si ya había aprendido antes. Yo no sabía nada, pero siempre he tenido muy buena memoria para captar los movimientos. No sé por qué, pero tengo esa habilidad. Con ver una vez una serie de movimientos, puedo repetirlos inmediatamente después. Allí aprendí Taijiquan, y fue después cuando supe que había otros estilos de Taijiquan, que yo practicaba el estilo Wu, y que el linaje era este y el otro.
Un día apareció en Tai Miao un hombre llamado Yang. Practicaba Taijiquan estilo Yang, aunque no estaba emparentado con la familia, y había derrotado haciendo empuje de manos a todo el mundo en Tai Miao. Nadie había conseguido vencerlo. Aquel día llegó a la Asociación de Taijiquan y se puso a empujar manos con Yang Yuting. Yang Yuting era un hombre muy bondadoso que nunca hacía daño a sus oponentes cuando empujaba manos. Simplemente los desenraizaba, y en lugar de lanzarlos despedidos volvía a dejarlos en el suelo. Cualquiera que comprenda el arte sabe que lo difícil es desenraizar al otro, y que cuando te han quitado las raíces, ya has perdido. Pero aquel Yang no lo entendía. Él pensaba que hasta que no tirabas al otro al suelo no habías ganado. Cuando Yang Yuting lo desenraizó y lo volvió a dejar en el suelo sin hacerle daño, él le dio un empujón de repente y “ganó”. Yo estaba delante, y me puse furioso. Aquel día sólo estábamos tres alumnos, de modo que yo fui el siguiente en enfrentarme a él. Nada más empezar lo lancé volando contra la pared que había a su espalda, y cuando rebotó y volvía hacia mí, volví a lanzarlo contra la pared. Lo hice varias veces seguidas, como si estuviera botando una pelota contra un muro. Él estaba cubierto de polvo de la pared, y me pidió que le dejara volver al punto de partida. Yo le contesté: “Hay espacio de sobra entre la pared y yo. ¿Por qué no vienes tú solo?” Entonces se acercó Yang Yuting y nos separó. Aquel hombre, al que habían puesto el apodo de Yang el Loco en Tai Miao, era un desvergonzado. Se fue sin decir nada, y no volvió. Entonces yo tenía catorce años.
Yo siempre iba a llevarle té y agua a Wang Maozhai cuando enseñaba en Tai Miao. Unos seis meses después volvió a aparecer Yang el Loco. Yo estaba dándole agua a Wang cuando se me acercó y me dijo: “Oh, así que sigues aquí. ¿Practicamos un poco?” Aquello significaba que quería la revancha. En cuanto extendió la mano, lo lancé contra el suelo con fuerza. Tardó un rato en poder levantarse. “¡Eres un salvaje! ¡Este chico es un salvaje!” fue todo lo que dijo antes de irse. Se fue tan rápido como había llegado. Después de aquel enfrentamiento fue cuando Wang Maozhai vio que yo tenía potencial. Me hizo ir adonde él trabajaba y practicaba personalmente, y entonces me dijo: “Hay cosas más rápidas que tienes que aprender”. Las piedras sobre las que practicaban empuje de manos estaban tan desgastadas por sus pies que resbalaban como el hielo. Mantenerse en pie allí ya era difícil, y no hablemos de practicar formas. Para comprender la fuerza y el poder que tenían en los pies hay que tener en cuenta que aquellas piedras las habían desgastado zapatillas con suela de cuerda. Las habían dejado perfectamente pulidas. Yo iba allí todas las tardes.
Empecé a ser el primer instructor de Tai Miao cuando Wang Maozhai aún estaba allí. Había otro profesor que yo no conocía y que era el responsable los martes, jueves y sábados. Un día le vi enseñando cierta técnica, y le pedí que me la mostrara. Estuve a punto de tirarle al suelo, y entonces dijo, “Este chico tiene gongfu. No puedo vencerle”. Al día siguiente, cuando Wang estaba enseñando, fue a contarle que le había vencido un niño. Cuando me vio me señaló y dijo: “¡Ese es!” Entonces Wang me dijo: “Este es el abuelo Guo”. Yo me incliné y le saludé llamándole abuelo. Para Guo fue un alivio saber que le había ganado alguien de su misma escuela, y no un extraño que podía ir por ahí presumiendo. Entonces yo todavía no valoraba justamente la victoria y la derrota. Sólo buscaba el poder que daban las artes marciales, y quería sentir aquel poder en mi propio cuerpo.
Después de aquello empecé a enseñar en los otros centros de Yang Yuting, y al cabo de un tiempo me encomendó un centro. Yo tendría unos dieciocho años. Entonces me invitaron a ser instructor en diferentes centros culturales y de artes marciales. Recuerdo en especial uno que había en Ba Da Chu. Allí iban varios funcionarios muy influyentes que estaban interesados en el aspecto de salud del Taijiquan. Aquellos funcionarios fumaban opio. Cuando yo llegaba a enseñar ellos estaban profundamente dormidos. Los fumadores de opio están activos por la noche y duermen durante el día. Así que yo me ponía a enseñar a sus hijos y familiares. Y cuando había terminado aparecían ellos, hacían unas cuantas preguntas y enseguida querían empujar manos.
Allí fue donde desarrollé las habilidades para el empuje de manos que todavía tengo. Eran hombres importantes, de modo que había que tratarlos con cuidado. Y eran fumadores de opio, por lo que eran lentos. Yo tenía que trabajar con el peso de dos personas, ya que cuando exhalaban y se inclinaban hacia delante todo su peso caía sobre mí. Entonces tenía que esperar a que inspiraran para ayudarles a recuperar el equilibrio lentamente sin empujarles demasiado fuerte. De esta forma adquirí la habilidad de escuchar tan claramente la energía y la respiración del contrario. Fue practicando con aquella gente. Mis dos piernas tenían que soportar dos cuerpos, no uno, y tenía que ser muy consciente de todos sus movimientos para no hacerles daño. Si no hubiera tenido la oportunidad de practicar y pensar en todo esto, y sentir cómo la energía va y viene en la otra persona, ¿cómo podría haber aprendido mi cuerpo esas habilidades?
Nadie más estaba dispuesto a empujar manos con ellos. Y no era porque les tuvieran miedo, sino porque los fumadores de opio despiden un olor espantoso. También aspiraban rape, así que apestaban a rape, y se aplicaban todo tipo de aceites e inciensos en el cuerpo. No se imagina usted cómo apestaba todo aquello mezclado con el olor de su sudor. Y además había que moverse con ellos muy despacio para que no les diera un ataque de tos. Yo era el único que tenía la habilidad necesaria para llevarlos y paciencia suficiente para soportarlos. Cada vez que me veían se acercaban y decían, “Ven, vamos a empujar manos. Un par de cientos de vueltas nada más, no quiero hacerte perder el tiempo”. ¡Vaya par de cientos de vueltas! ¡El tiempo que llevaba aquello! Y movían los brazos tan pesadamente… Pero gracias a ellos desarrollé la sensibilidad y la fuerza que tengo en las manos.
Seguí enseñando, y he acabado dedicando toda mi vida a la enseñanza. Enseño a mis alumnos a ser virtuosos. Si estudian artes marciales, les enseño virtud marcial. Si aprenden Qigong, les enseño a cultivar la virtud y a hacer buenas obras. Y creo que uno cosecha lo que planta. Si plantas melones, cosechas melones. Si plantas judías, cosechas judías. Por eso insisto en enseñar virtud y honestidad. Todos los conocimientos que tengo vienen del pueblo, y creo que se deben transmitir al pueblo. No creo que se deba ocultar conocimientos. Por eso, aunque ya soy viejo, mucha gente sigue buscándome para aprender.
Andrew Nugent-Head.(Traduccion extraída de la revista digital www.taichichuan.com.es)
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